Como
observador descubrí que la verdad se asemeja a la creencia, pero es aquella más
excitante al no tener su lengua humectada en toda ocasión. Mientras que la
creencia llega a ser devota hasta la suspensión de la tolerancia por reabsorber
su fe en un proceso romántico, revelándose de un modo visceral, la verdad no es
de una vez y para siempre porque se encuentra invisible ante el exceso de luz,
atlética sobre los cimientos de la conjetura y escurridiza entre los
sentimientos víctimas de su tono, de su danza devastadora. La verdad nunca se
sabe eterna ya que profesa una pasión lúdica cuando se reconoce esencial para
dar vida a la diversidad de motivos que le aseguran su motricidad.
Comprendí que
son pocas las verdades, que se escriben con minúscula y que luego de haber
llegado al habla dejan un respetuoso espacio al silencio para poder ser
contempladas sin especulaciones útiles, con la aventura del que sólo observa a
la belleza cada vez que captura inadvertida su presente. Hay pocos balances
insoportablemente verdaderos que pude ingenuamente contemplar: Tan pronto se
afirma que el sentido de la vida es el absurdo, que las leyes de la lógica son
espurias, que la acción cotidiana carece de importancia mientras la interacción
social sea ilusoria al forzar las necesidades del conjunto en un mismo tiempo y
espacio... la comunicación se torna imposible, sólo se escucha el latido del
corazón del presente, que justifica su revolución en busca del equilibrio de la
Madre Naturaleza.
Por observador
entendí que no importa la idea de la verdad si no se percibe la sensibilidad
que constituye la vida en su íntima belleza. No es más que una ilusión si no
puede redescubrirse en el interior de la experiencia y transformar
simultáneamente el día a día, únicamente así brota la sensibilidad como la
fibra más vulnerable que hila la multiplicidad de nuestro ser, aquella que nos
permite ser particulares dada su condición sorpresiva. Aparece con un ritmo
propio y renovado pero con la misma intensidad se puede escapar, resurgir y
volverse a ir. Es a ésta especificidad del ser a quien perseguí observando
detrás del silencio entonado bestialmente por el caos, entre la gente y su
alegría, y en su dolor .Es verdad que hay personas más radiantes que otras, y
no por más fuertes o mejores, por más cultas o menos pobres, sino por su
capacidad de seguir trabajando dentro de si mismas para mantener y embellecer
su flama. Saben que si elevan su altura corren el riesgo de incendiarse y que
su luz puede fortalecerse sola si se la sitúa constantemente en medio de
murallas posibles de atravesar, según se hagan las hendiduras.
Mi única
certeza es que nunca pudo ser medible la fuerza de un sentimiento en
comparación con otros, bajo cálculos objetivos, que el esplendor de un sentir
bello es algo indefinible y la obsesión que hasta aquí me permitió seguirlo, o
aun en la espera que siempre especula desde la soledad más huérfana, no ha sido
otra que la inercia de un silencio tonto bajo el cual permanecí tironeado entre
la inocencia y la crueldad, sin poder reconciliarlas en mi relajación.
Un buen
observador me dijo alguna vez, que nadie en este mundo puede apropiarse de la
belleza ni de la verdad, pero que aun en lo más íntimo, todos tenemos la
necesidad de expresar lo sagrado, de admirar los ritmos que entretejen al
Universo sin endiosarlos. Así, salvo que tenga que observar mitos, leyendas o
demás energías del Arte, elijo contemplar las fuerzas creadoras como ritmos o
esencias de un esplendor hermoso y terrible a la vez... condenado a
desbalancear y volver a balancearse mientras exista. Que la lengua hispana
articuló en cuatro letras del abecedario y así una música se le impregnó, antes
o después, alguna vez.
Bella se
entona siempre que se la pronuncie con verdad... a la palabra "vida".
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